Corría octubre de 1980. Yo había sido despedido de una agencia en la que trabajaba como investigador, pero había logrado encontrar un trabajo como guardia de seguridad. Él llegó una semana después que yo. Mark Chapman era un tipo medianamente alto, un poco gordo, con el pelo corto, la tez morena y unas gafas que dotaban de una apariencia sombría a sus ojos. Había abandonado su enésimo empleo, había tratado de suicidarse en dos ocasiones, su matrimonio era insostenible y su salud mental, inestable. Había formado su mundo y profundizado en aquello que él simplemente creía. Confundía realidad con ficción en medio de delirios de poder y fantasías de grandeza mezcladas con alcohol. Lo conocí en el trabajo.
A veces charlábamos. Era católico y gran devoto, lo cual aún me sorprende por su comportamiento, frío y apático. No me extrañaría que pudiera pertenecer a alguna orden o secta, pues era extraño y crédulo y decía oír voces y mensajes. Siempre fue fan de los Beatles. Y sobre todo de John Lennon, aunque se sentía decepcionado por él. Al principio le gustaba, amaba sus ideas, pero, cuando comparó a su banda con Jesús, Chapman empezó a llamarlo “falso mesías”. Creía que las consignas que predicaba no cuadraban con su forma de vida, más propia de un millonario. Lennon se convirtió en su obsesión: lo admiraba y lo odiaba al mismo tiempo al igual que hacía con él mismo.
«El guardián entre el centeno», de Jerome David, se había convertido en la principal referencia en su vida. Lo vi leerlo varias veces. Me dijo que lo había leído ya más de quince veces. Estaba atrapado por la personalidad del joven Holden Caulfield, protagonista del libro: inadaptado, incomprendido, provocador, solitario, bebedor. En sus momentos de delirio, Chapman decía ser Caufield. Recuerdo que, en el libro, expulsan a Caufield del colegio y decide irse a Nueva York a pasarlo bien con el poco dinero que tenía.
En octubre de 1980 vi cómo una obsesión tomaba forma y comenzaba a crecer en su interior. Recuerdo verlo corriendo hacia el aeropuerto, se iba de viaje a Nueva York. Sospeché de él, así que me colé por una escalera de incendios en su casa. Varias veces vi el cuadro de “El Retrato de Lincoln” de Salvador Dalí (ahora lo relaciono con el fin de este presidente), el ejemplar de «El guardián entre el centeno», y fotos de John Lennon, algunas en que se leía “mesías” y otras marcadas con una x. Temí lo peor, pero me tranquilicé cuando volvió de Nueva York sin que hubiera ocurrido nada.
Todo fue bien, hasta que comenzaron a sucederle crisis nerviosas. Trataba de convencerse a sí mismo de lo que él mismo creía firmemente, buscaba desesperadamente una forma de entrar en la historia. Pero lo peor estaba por suceder.
En diciembre, al salir del trabajo, dejó su ficha firmada como Holden Caufield. Sospeché que algo no iba bien y lo seguí hasta su casa, de donde lo vi salir precipitadamente, y, ya en su coche, dirigirse apresuradamente hacia el aeropuerto. Cogí mi pistola, recuerdo de los tiempos en que trabajaba como detective; y lo seguí, sin dejarme ver, hasta Nueva York.
No le perdí el rastro. Alquilé un coche y seguí su taxi hacia un lóbrego apartamento en el que pasó la noche, mientras yo dormía en el coche. Al día siguiente le volví a seguir. Creía que tenía un plan y estaba sentando las bases, pero, como no estaba seguro, seguía sin dejarme ver y viendo. Habló con el portero del edificio Dakota, donde residía Lennon.
Chapman madrugó a la mañana siguiente. Salió del hotel y en una librería cercana compró un ejemplar de «El guardián entre el centeno». Con su nuevo ejemplar, se dirigió al edificio Dakota. Saludó al portero, habló con él y con otros fans. En el bolsillo, una pistola, cargada, no cabía duda. Esperé. Me puse atento: John Lennon llegó a casa en un taxi. Se bajó y entró en el edificio. Chapman, distraído, no lo vio.
Poco después, la criada de Lennon salió a la calle con Sean, el hijo de John y Yoko Ono, para pasear, Chapman se acercó y les saludó.
Más tarde, Lennon y Yoko salieron de casa. Esta vez Chapman sí que los vio. Caminó hacia ellos mientras yo, escondido, sacaba mi revólver y le apuntaba. Entonces se acercó a John y le pidió que le firmara su último disco. John se lo firmó amablemente. Debí advertirle, pero no noté nada raro, ni tampoco quería hacer notar mi presencia hasta estar seguro de las intenciones de Chapman, ni tampoco provocar una reacción violenta que no pudiera detener a tiempo. John y Yoko subieron al coche y se fueron hacia los estudios.
Chapman se quedó en el edificio Dakota, a la espera de su regreso. Y llegó el momento. Nos veo como la misma persona en espera del mismo momento, en su locura, en sus ficciones, debatiendo sus últimos momentos, y soy él. No sé si tuvo lugar un enfrentamiento moral, pero sé quién pudo haberlo ganado. Ambos esperamos. Él se muestra tranquilo y paciente, lo que incrementa mi debilidad moral. Yo me acerco, tratando de aprovechar que está distraído, y me quedo cerca de él.
John y Yoko regresan a casa tranquilamente, sin sospechar nada, pues nada deberían sospechar. Bajan de la limusina. Yoko va delante. Pasa junto a Chapman, quién le saluda, y ella parece reconocerlo. Entonces llega John, quién también parece recordarlo. Veo la reacción de Chapman cuando Lennon termina de pasar. Se gira y dice: “Mr. Lennon”. Culminan todos los debates. Me abalanzo precipitadamente sobre él, quien no se lo esperaba, en un desesperado intento de pararle sin tener que dispararle a quemarropa ni producir ningún herido.
Y en esos últimos segundos caemos al suelo, se escucha un disparo.
Comentarios recientes