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El único comienzo. Zaira Baeza Romero

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No todas las historias tienen un principio común, como lo es hallar ese contacto tan inesperado que es el amor, en clase, o de algún amigo del grupo con el que te sueles llevar.

A veces los comienzos son más… curiosos, por decirlo de alguna manera.

En general, esas ‘’curiosidades’’ las vemos como algo inalcanzable, cuando, en realidad, nos pasan todos los días. Por ejemplo, ¿quién te iría a decir que tu futuro marido se topó contigo por primera vez pidiendo ayuda para alcanzar las latas que se encuentran mega altas en el supermercado? ¿O, poniendo gasolina?

Sí, ahora que lo pienso, son encuentros curiosos y bastante raros, pero ¿quién sabe?

Partiendo del hecho de que hablo de los comienzos amorosos, contaré mi historia; sin embargo, en mi caso no sé si es curiosa o más bien… graciosa.

Recuerdo casi como si fuera ayer la primera y única vez que lo vi:

El bullicio de gente me rodeaba, pero a la vez me resguardaba en mi pequeña burbuja. Escuchaba el tren llegar y marchar, a los niños jugando y a los adultos ocupados. Escuchaba todo y nada a la vez, mi mente se centraba en la película que recreaba conforme las letras pasaban por mis ojos.

Leer es un placer, pero hacerlo con ruido es uno superior, el sentimiento de estar y no estar, es mágico.

Pasaba las páginas como si el libro se pudiera romper con un soplido, el metro estaba repleto de movimiento, pero ninguno era capaz de romper mi burbuja.

Hasta que una voz la hizo estallar.

—¿Leyendo en el metro? Yo si fuera tú tendría cuidado, si estas distraída, eres fácil de robar.

La voz provenía de un chico de más o menos mi edad, alto y delgado. Molesta, aparté el libro para responderle.

—¿Acaso tú tienes intención de hacerlo? ¿No? —solo me correspondió una sonrisita—. Lo suponía, ahora si no tienes nada más que hacer… Puedes irte.

—Nunca dije eso—musitó, sentándose junto a mí—. ¿Qué lees?

—No recuerdo haberte invitado a tomar asiento.

—El banco no es tuyo, así que no necesito ninguna invitación—suspiré y él aumentó su sonrisa— ¿Qué lees?

—Un libro.

—¡Guau! ¿En serio? No me había dado cuenta— ironizó.

En ese momento empecé a perder la paciencia a una velocidad temible. Juro que no suelo ser antipática… a no ser que me interrumpas haciendo algo que me gusta.

Recuerdo haber cerrado el libro con el golpe más fuerte de toda mi vida.

—¿Qué quieres?

—Saber qué libro lees.

—Leía, en pasado. Contigo aquí es imposible hacerlo.

—¿Tigo? ¿Y ese quién es?

—Ja. Ja. Me parto.

—La ironía no es lo tuyo, ¿eh?

—Tampoco lo intento.

Esperaba con ansias que se marchara de ahí, deseaba volver a construir mi burbuja sin que nadie amenazara con explotarla. Algo que me parecía totalmente imposible, ya que lo único que hacía este chico era acomodarse cada vez más. ¿Y ahora? Ahora desearía no haberlo echado, porque nadie me dijo, ninguna voz me susurró, que no me lo podría sacar de la maldita cabeza.

—Antipática.

—Al menos no soy pesada—contraataqué.

—Sí, tienes razón, yo soy el pesado de la relación.

—Me alegra tanto que lo reconozcas.

—¿El qué? ¿Nuestra relación?

—Lo de tu pesadez—aclaré—. No hay ninguna relación, te acabo de conocer y ya me pareces insoportable. Es decir, que, si viniste por eso, ya te puedes ir largando, porque no te voy a dar ni mi número, ni mi nombre, ni mi nada.

Se levantó y sentí algo de alivio, que se esfumó como el viento cuando lo noté tras de mí, su aliento en mi oreja, su respiración tranquila.

—No me refiero a ninguna relación amorosa, no seas egocéntrica—susurró. Estuve a punto de girarme para encararlo, mi paciencia había llegado a su fin—. Nuestra relación podría haber llegado a ser la de un sucio ladrón y una antipática víctima.

Mi rosada piel se volvió pálida en cuestión de segundos. Todo aquello ya no me parecía tan broma y a día de hoy, todavía no sé decir si fue su tono de voz lo que me hizo pensar así.

Se separó de mi oreja, volviendo así frente a mí. Sonrió al ver mi cara en primer plano, no me la pude ver, como es obvio, pero sí me la puedo imaginar.

—No te preocupes, nuestra relación se quedará tan solo en dos desconocidos con una buena anécdota que contar.

Debería haberme sentido aliviada al saber que no tenía pensado robarme, sin embargo lo que sentí fue todo lo opuesto. Indignación.

—¿Y se puede saber por qué?—no perdió la sonrisa en ningún momento.

—Por esto—me señaló—, simplemente por esto. Me caíste bien, antipática—giró sobre sí,  y de espaldas a mí, dijo:—. Espero volver a verte, igual que espero que esa posible próxima vez me digas lo que lees, porque, por si acaso me tomabas por imbécil, sí sabía que era un libro.

«Sí lo hacía»—quise responder, pero esas palabras se perdieron entre mis labios cuando lo vi marchar.

Durante un instante quise pensar que todo era mentira, una broma pesada de un desconocido más. Pero ese pensamiento se fugó con él, al ver como pasaba cerca de un señor mayor y le cogía algo del bolsillo, antes de salir corriendo con el hombre intentando seguirlo.

El miedo me volvió a invadir, y pese a que me fiaba de las palabras del ladrón, revisé todas mis pertenencias y, como él dijo, todas estaban en su lugar. Excepto una. Mis pensamientos.

Me gustaría terminar este relato diciendo que ¡SORPRESA! Es mi prometido y futuro padre de mis hijos… pero, como dije al principio, esa fue la primera y última vez que lo vi. En su día no lo noté, pero a día de hoy puedo afirmar que él y yo no éramos solo dos desconocidos más, sino una historia que nunca se llegó a terminar.


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